Para nadie es un secreto que el simbolismo e impacto que esconde el Conde Drácula tras su enigmática figura es tan grande como su misma lobreguez. Por tanto, que un director tan soberbio y con un sello tan particularmente parco como Robert Eggers tome las riendas de una nueva adaptación cinematográfica, parecía una idea bastante jugosa y audaz que no solo ponía en riesgo la emblemática y exquisita trayectoria del director, sino que además osaba con intentar exhumar el legado que el Nosferatu de Murnau había implantado como idea primogenia y representativa del Conde Drácula en el cine durante generaciones.
Y es que más de un siglo después, el director tienta a su suerte con su propia adaptación fílmica del mítico vampiro, que como las otras hijas cinematográficas de este, está regida bajo una plantilla que ha sido predominante en la filmografía del director. Esto es, sometida bajo el aura de una perenne oscuridad, plagada de misticismo, danzando bajo el ritmo de unas estruendosas notas en donde la cúspide de lo tenso, horroroso y tétrico se condensan en una oda hacia lo más puro del cine expresionista alemán, y donde Eggers trata de agregar nuevas propuestas visuales y narrativas que intentan traer nuevas perspectivas a su ya conocida fórmula.
Un combo técnico incómodamente deleitante
Eggers siempre se ha caracterizado por empapar a sus filmes con una exquisitez desbordante. Obviamente, Nosferatu no iba a ser la excepción. La propuesta aquí no dista mucho de sus hermanas cinematográficas previas. Tonos parcos y tomas que juegan con lo imaginativo e íntimo de las sombras, que dan como resultado un seductor, incomodo y tétrico combo visual que no hace más que reforzar ese parco espíritu de la propuesta.
Punto y aparte merece la pena resaltar también ese coqueteo con la ausencia de color que subyuga a los tétricos azulados para fortificar la naturaleza seductoramente sombría del filme, naturaleza que muestra un anheloso ímpetu de encajar en ese selecto status de cine clásico y de culto, cometido que, a nuestro parecer, no logra satisfacer. Respecto a la banda sonora original, no me explayaré mucho, debido a que no la sentí exuberante más allá de dar la estocada final ambiental a cada escena y redondear la esencia tétrica de la película.
La ambición de Eggers le juega en contra
Vamos a ser claros en algo: Nosferatu no es precisamente un filme que se desviva en tratar de mantener cautiva a la audiencia cotidiana promedio. De hecho, es bastante descarada en no ocultarlo, así que si eres de los que prefieren un digerible coctel de simpleza y sobriedad, probablemente el cuarto hijo cinematográfico de Eggers no encaje en tu definición de sencillez. A ver, no me malinterpreten, se aprecia la intención de Eggers al querer reformular el clásico cinematográfico que marcó un hito a inicios del siglo pasado, solo para que nuevas generaciones caigan rendidas bajo las sombras del Conde Orlock. Pero hay un puñado de decisiones creativas que terminan haciendo tambalear esta atrevida propuesta.
Partiendo por la más palpable, el director intenta subyugar, muy probablemente bajo la excusa de su duración, estrambóticas subtramas respaldadas por los personajes secundarios, algo que si bien es cierto nos brinda diferentes perspectivas de la perpetua paranoia, se termina tornando (por momentos) en una obscena interrupción constante que no hace más que desenfocar la travesía prima que propone la película. En consecuencia, hace que echemos de menos ese egoísmo personajístico centrado en el Conde Orlock.
Y es que los personajes principales, sus motivaciones y posteriores desarrollos están bien ejecutados. El problema viene con estos caracteres de trasfondo, que aunque son encarnados por actores que son viejos conocidos en la industria, como Willem Dafoe, Emma Corrin y Aaron Taylor-Johnson, se sienten no indispensables para el guión y solo denotan la aparente falta de confianza del filme en sucumbir enteramente ante la sombra del mítico villano.
Bill Skarsgard, el nuevo rey del terror moderno
Sin duda, la familia Skarsgard es sinónimo de talento. Y es que como es de sobra sabido, casi todo su linaje está enquistado en Hollywood, y las razones del por qué son más que obvias. Pero estos últimos años ha habido un miembro de este prestigioso clan que parece haber encontrado su zona de confort en uno de los géneros más atractivos y oscuros del séptimo arte. Sí, hablamos de Bill Skarsgard, quien parece que instintivamente ha sido seducido por el género cinematográfico del terror. IT, Barbarian, El Cuervo y recientemente Nosferatu, lo han coronado como el rey indiscutible de esta categoría. Pero es en esta última en la que parece que Skarsgard se ha entregado en cuerpo y alma, nunca mejor dicho, y es que su transformación física principalmente basada en prostéticos, es impresionante. Aunque para ser honesto, hubiera preferido que los rasgos representativos de Skarsgard no se pierdan entre tan estrambótico maquillaje (como sucedió en IT), no se puede negar el esfuerzo físico del actor, quien se tuvo que someter a una estricta dieta y entrenar con un entrenador vocal para llegar al terrorífico e incómodo tono de voz del conde Orlock.
No subestimes a Hoult
Desde que vi a Nicholas Hoult en Mad Max: Furia en la Carretera, supe que tenía un rango y potencial enorme como actor. Lo confirmé cuando presencie la exquisita El Menú, y Nosferatu solo fue la rúbrica que selló mi optimista presentimiento. Y es que el trabajo que hace el actor británico aquí es de lo más destacado, por decirlo menos, incluso por encima de actores ya consagrados como Willem Dafoe, ya que su interpretación del incrédulo Thomas Hutter no hace más que realzar el aura enigmática que envuelve este largometraje con una propuesta actoral que se sostiene en la constante paranoia que adereza este siniestro manjar.
Y es que al actor ha llevado una carrera bastante camaleónica, coqueteando incluso con el ya sobresaturado cine de superhéroes, interpretando a Bestia en la última saga de los X-Men y este año haciendo su ingreso por la puerta grande al nuevo DCU de James Gunn en Superman como el infame Lex Luthor.
Así pues, girando nuevamente el foco hacía nuestro filme, nos encontramos con un Nicholas Hoult que desgarra forzadamente la retraída y sumisa personalidad de su carácter, camino a empoderarse como salvador de su amante. Y es que ese primer contacto con el Conde exhala el máximo esplendor de su propuesta actoral, sumiendo al espectador en una incómoda paranoia que ayuda fortificar la siniestra imagen de Nosferatu.
Lily Rose Depp deja sangre, sudor y lágrimas. Literalmente
Lily Rose Depp, con el «Depp» perenne en cada acreditación, parece no tener problemas en ser estigmatizada como una nepobaby. Y es que el orgullo de la primogénita de Johnny Depp hacia este, parece ser, naturalmente inconmensurable, solo comparable con el peso de la fama misma. Una fama de la que Lily ha sido presa, y no precisamente por ser solo «la hija de Johnny Depp».
Y es que a diferencia de otros nóbeles actores, descendientes de famosos emancipados, quienes usualmente suelen explotar esos lazos consanguíneos con el único fin de encumbrar aún más su nombre en el monstruo Hollywondense independientemente del talento demostrado, Lily a hecho lo propio, pero de una manera más inteligente: demostrando con su talento por qué es digna del apellido Depp. Una destreza que ha pulido exquisitamente bien, al punto de convertirse en un ícono generacional, sin desligarse de sus privilegiados nexos familiares.
Y es que obviando dicho privilegio, y siendo justos y objetivos, la actriz ha sabido moverse estratégicamente bien en la jungla Hollywondense, con su talento respaldándola, por supuesto. Independietemente de sus polémicas, como la más reciente con The Idol, Depp ha encontrado una perspectiva optimista de como sobrellevar el peso de la fama en Hollywood, y Nosferatu ha sido la excusa perfecta para que la actriz se sacuda de controversias y se haga un nombre propio en tal exigente industria.
Respecto a la propuesta de Lily en Nosferatu, nos encontramos con una detonación de todo su potencial actoral, detonación que inmortaliza su clímax con un monólogo corporal, que aunque (para muchos) limita peligrosamente con la comedia, desde mi punto de vista coquetea con la incomodidad rompiendo esa pulcritud y delicadeza estética (e incluso corporal) características de la burguesía de aquella época. Así, esta incómoda y sublime performance de Rose Depp, junto a las apariciones del vampiro, convierten a Nosferatu en una especie de lucha constante entre lo pulcro y lo grotesco.
Conclusiones
Nosferatu es un coctel pretencioso que intenta ahondar en el límite de lo prohibido, mientras que deconstruye los miedos y la fragilidad humana desde la perspectiva de un mítico personaje, soberbiamente interpretado por un Bill Skarsgard, que se consagra como el niño mimado del terror moderno. Junto a él tenemos a una Lily Rose Deep que desestigmatiza su etiqueta de nepobaby, respaldada por una actuación que incomoda y atrapa.
Con una cinematografía exquisitamente lúgubre, una banda sonora original decente y un guión que parece escéptico hacia sí mismo, el talón de Aquiles de Nosferatu, parece ser precisamente su trama, que peca de no tener la suficiente confianza en sí misma. Es por ello por lo que da la impresión de haber sido alcanzada por una maldición, como si la exhumación del clásico de Murnau hubiera despertado un antiguo hechizo, al puro estilo de los mitos arqueológicos.