[Crítica] Anora: Una voraz tragicomedia amoral

Crítica Anora

Desde su alumbramiento, el séptimo arte ha sido testigo de una constante mutación en su incesante búsqueda de reinvención, acto naturalmente ineludible sustentado básicamente en el también cambiante y polícromo abanico gustoso del público. Así pues, el cine, ha cortejado con vasta cantidad de nuevos y atrevidos géneros desde entonces, algunos un tanto más polémicos que otros.

El sexo, para ser específicos, ha sido un elemento que, a estas alturas, ya está desgastado, cinematográficamente hablando. Y es que el uso y abuso de este ingrediente en una propuesta fílmica se ha inclinado hacia un lado más fetichista y morboso, en lugar de hacerlo hacia uno donde prevalece la necesidad y el requerimiento guionístico del producto. De tal manera, esta pieza de lenguaje cinematográfico se ha desestigmatizado de la etiqueta tabú junto a otros temas peliagudos que el cine de antaño cogía con pinzas, antes de que lo sin vergüenza de la contemporaneidad nos explotara en la cara.

Bajo ese preludio llega Anora de Sean Baker, que se une a la estirpe de filmes que desafían lo políticamente correcto del cine con una propuesta tan descarada como su protagonista, contrastable solo con la desfachatez de un nepo-oligarca ruso que por momentos parece expurgar el lado más vomitivo de la burguesía, solo para terminar reconfirmando aquello de una manera estrambóticamente desoladora.

Una cenicienta de tacones de cristal botas largas y ambiciones vastas

Todos conocemos la historia de Cenicienta, la icónica doncella que desafió los paradigmas de su desalentador destino y emancipo sus anhelos al lado del hombre de sus sueños. De este concepto algo arcaico han bebido varios vástagos del séptimo arte, y es que esa romantización de la superación, que (aparentemente) destila un sutil toque feminista (imposible por el contexto de aquella época), embaucó a generaciones enteras, que incluso con esta fórmula, sobreexplotada en la actualidad, aún siguen cayendo rendidos ante tal sentimentalista argumento.

En ese contexto, se podría decir que Anora despedaza esos ideales romantizados y los somete a su conveniencia de una manera cruda y más fiel a la realidad misma, desentrañando las fantasías más banales de los polos opuestos del socioestrato. De esta manera, expone cómo la superficialidad puede subyugar, deslumbrar y embaucar hasta la moral más corrupta. Y es que lo que Sean Baker propone aquí es una amalgama de géneros, en donde la comedia y el drama capitanean el estimulante guión de la décima hija fílmica del director estadounidense.

Como mencionamos en el párrafo anterior, la moral es la stripper de esta propuesta, nunca mejor dicho, y es que es desnudada y cuestionada al milímetro. Pero esta vez desde una perspectiva un tanto distinta, ya que ambos protagonistas carecen de ella, dándole a la narrativa un aire fresco que nos sopla esa desfachatez de nuestro excéntrico dueto protagónico en la nuca misma.

De tal manera, Anora juega con los contrastes de la ambición jerárquica, haciendo que estos encuentren una extraña y aparente dependencia simbiótica plasmados en los personajes de Anni e Ivan, dos jóvenes cuyas vidas son abismalmente incompatibles. Pero lo caóticamente paralelo de sus vidas sirve como argolla argumentativa para que condensen todo ese fantasioso frenesí en una odisea instintivamente efervescente y carnal, tanto que incluso juega a desdibujar la insustancial y banal imagen que emana lo más prominente de los sociestratos. Ahí está el personaje de Ivan, fungiendo como promotor de este hipócrita ideal, que camino al tercer acto, se termina derrumbando como un castillo de naipes sobre la ahora vulnerable y resquebrajada Anora.

Apartados técnicos exhuberantemente seductores

Naturalmente, Anora exhala un evidente aura excitante, que hace que el espectador caiga rendido ante los empinados tacones de la frívola Annie. Pero eso no solo se reserva para su tergiversada trama, ya que Sean Barker, muy inteligentemente, embarra cada aspecto técnico de su décimo vástago con una detonación de originalidad visual que da como resultado una exquisita cinematografía que se arrodilla, tal cual súbdito, ante de la grandeza del neón y los colores pastel. A eso le añade un juego de tomas que danzan hipnotizadas ante la sensualidad de nuestra protagonista y que centran su propuesta, en primeros planos que fijan su atención en las estrambóticas expresiones de Mickey Madison, que por momentos parecen retumbar ese eco de Control Yourself exclamado por la rebelde Sue de La Sustancia.

Punto y aparte, resaltar además el impecable diseño de producción, que refleja su éxtasis más perfeccionista en el área de vestuario, apartado que aporta simbolismos abstractos al guión. Un ejemplo es ese coqueteo con lo recatado que la protagonista va adquiriendo conforme transcurre la película, detalle que se descifra como la degradación de su vanidosa personalidad, carácter que se forja cuando la cúspide de las insaciables expectativas se contrasta con la desesperanza de lo opulento.

Cerrando ya con los tecnicismos, y como punto de inflexión ante tanto alago, he de confesar que eché de menos una potente banda sonora original que retumbase en lo más íntimo de la lujuria y el placer. Esto definitivamente hubiera dado la estocada final en la prolijidad técnica del producto. En su lugar, tenemos que conformarnos con melodías industriales genéricas, que si bien es cierto encajan en su plantilla, dejan descuidado ese vital apartado.

Su argolla protagónica, un despilfarro de tragicomedia que forja el lado más magnético de esta propuesta

Es innegable que, desde su arranque, Anora mantiene un ritmo hipnotizantemente seductor pisando el acelerador sin derecho a detener ese frenesí prohibido que ensalza su pretencioso guión. Lo hace con unos personajes que le caen como anillo al dedo a esta pseudo crítica a la opulencia y a la estúpida idealización de que el dinero es el eterno amante de la felicidad.

Y es que Baker, aprovechándose de lo polémico de su propuesta, orquesta su propio juego de ajedrez, donde las reglas caen en la embriaguez de la noche y lo excesos y las piezas se corrompen por lo ostentoso del dinero. Y tras un primer acto, que prostituye el cliché del cuento de hadas, la película muta a una hilarante road movie, que aunque sacrifica y corta abruptamente el enfoque personajístico centrado en Annie, lo compensa con la incorporación de tres nuevos personajes. Estos, limitados con la caricaturización, maquillan el drama con una comedia tan sesuda y ácida que sesga la delgada fibra en la que divergen la realidad y la ficción.

Garnik es una representación de la sumisión jerárquica, plasmada en su constante torpeza, que solo denota su desespero por satisfacer las expectativas de sus adinerados subyugadores. Mientras, Toros simboliza la corrupción de la religión ante el poder. Finalmente, Igor se convierte en cómplice del espectador, siendo el único personaje que mantiene una insólita sensatez durante la mayor parte de la película, sensatez que se ve evaporada con un abrazo, que funge como una bofetada de la realidad misma recordando a Annie que ya despertó de su ostentosa fantasía.

En cuanto al personaje de Vanya, emblematiza lo más vomitivo de la exuberancia social, inmadurez con ideales distorsionados, aspiraciones banalmente efímeras, y con una moral tan torpe como su obtuso intento de americanizar su acento ruso.

Mickey Madison, ¿realmente es digna del Oscar?

La semana pasada, Mikey Madison desafió los pronósticos e invalidó las quinielas que no la tenían como la predilecta vencedora a Mejor Actriz. Y es que Madison parecía haber quedado eclipsada bajo la sombra de apuestas más sólidas en la industria como Demi Moore, por su exquisita interpretación de Elisabeth Sparkle en La Sustancia o Fernanda Torres por la desgarradora Aún Estoy Aquí. Y es que sin ánimos de desmeritar la sublime entrega de Mikey en el rol, parecía que la superficialidad de la pseudo-comedia propuesta no se ajustaba a los cánones establecidos por los Oscar, ni compensaba el drama en el que la actriz había destilado todo su talento.

Emma Stone abría el sobre y esbozaba que Mikey Madison había alzado la ansiada estatuilla, y no podíamos estar más de acuerdo. Y es que a pesar de que mi predilección por Demi Moore era inamovible, el pulido trabajo, no solo actoral, sino también físico de Madison para caer ante la seducción de la noche enfundada en esas botas de látex de la coqueta Annie, me embaucaron por completo y me hicieron reafirmar el concepto previo que tenía sobre la nobel actriz.

Conclusiones

Que podemos decir de Anora que no hayamos dicho, ya. Ácida, polémica y blasfema, moralmente hablando, esta película no solo se limita a criticar a lo más fastuoso del socioestrato, si no que desentraña la naturaleza amoral de este mismo y la contrasta con la del subsuelo jerárquico. Lo hace plasmada en una joven, de quien a pesar de estar inmersa en opulencia por la naturaleza de su oficio, termina siendo embaucada por el cliché idealístico, algo prostituido, del cuento de hadas.

Con una Mikey Madison que detona una perspicacia actoral hipnotizante, una cinematografía que se entrega a lo vibrante de la noche y una mancuerna actoral que solidifica y sazona el lado más jocoso de la propuesta, Anora desafía los paradigmas detrás de la ambición, sazonando la propuesta con una magnética tragicomedia que te eleva hacia la cúspide más alta de las expectativas idealísticas, para dejarte caer sin frenos hacia la cruda realidad.